Mal día el de ayer para Martincito. Como el Enola Gay en la canción de O.M.D., de veras “should’ve stayed at home yesterday”, no para no tirar una bomba sobre Hiroshima sino para no “tirarme” una “bombaza”, una de esas “chiquitas” que se vuelven grandotas y que por lo inoportunas y desbandadas terminan malográndonos hasta el día siguiente. Por eso hoy nos hemos quedado en casa, frente a la computadora para variar: releyendo artículos, trascribiendo notas, desenterrando archivos: una docena por lo menos de prosas apátridas ribeyranas, decenas de amagos de “apuntes” (esa especie de bonus track de mi e-book, mi libro electrónico de cuentos que no tiene cuando volverse negro sobre blanco, papel y tinta), y, entre tanta cosa, las cartas de Napoleón: las sentidas, amorosas, amargas y preciosas cartas que desde el frente de batalla enviaba le petit general a doña Josefa de Beauharnais, la Emperatriz Josefina.
A esta altura de la historia mucho es lo que se sabe de la tortuosa y singular relación que mantuvo el corso genial con la alegre y libertina viuda, seis años mayor que él y madre de dos niños, de la cual se prendó y desposó al poco tiempo de conocerla. Muchos se burlaron de él por "pagar por lo que todos obtenían gratis" casándose con ella. Sin embargo el arribista militar provinciano usó muy en su favor su matrimonio con la aburguesada viuda venida a menos al conseguir –por influencia de uno de los ex - amantes de ésta- su nombramiento como general en jefe del ejercito de los Alpes y emprender así su descollante carrera de éxitos militares.
“No le amo, en absoluto; por el contrario, le detesto, -reclama en una de sus cartas Monsieur Bonaparte a doña Josefina- usted es una sin importancia, desgarbada, tonta Cenicienta. Usted nunca me escribe; usted no ama a su propio marido; usted sabe qué placeres las letras le dan, pero ¡aun así usted no le ha escrito seis líneas, informales, a las corridas!
¿Qué usted hace todo el día, señora? ¿Cuál es el asunto tan importante que no le deja tiempo para escribir a su amante devoto? ¿Qué afecto sofoca y pone a un lado el amor, el amor tierno y constante amor que usted le prometió? ¿De qué clase maravillosa puede ser, qué nuevo amante reina sobre sus días, y evita darle cualquier atención a su marido? ¡Josefina, tenga cuidado! Una placentera noche, las puertas se abrirán de par en par y allí estaré. (…)Espero dentro de poco tiempo estrujarla entre mis brazos y cubrirla con un millón de besos debajo del ecuador.”
Tal era el amor que profesaba Napoleón a Josefina. Y sin embargo esto no fue óbice para que ella le engañara repetidamente y con varios amantes (como quedó demostrado en las cartas que interceptaron y publicaron diarios ingleses para vergüenza del Emperador). Tampoco para que Napoleón hiciera lo mismo, ni para que años después solicitara el divorcio a Josefina -en una movida que tuvo mucho de política- para casarse con la jovencísima y casta Maria Luisa de Habsburgo (“de Austria” dirían los españoles), emparentándose así el plebeyo militar revolucionario con una de las más tradicionales casas reales europeas. Dicen que en aquella oportunidad Napoleón salió a las afueras de Paris a esperar a su bellísima segunda esposa a quien embarazó casi de inmediato, consiguiendo el heredero que tanto había reclamado a Josefina. Lo que son las cosas, Maria Luisa sin embargo no quiso acompañar al Emperador a sus destierros en Elba y Santa Elena, mientras Josefina agonizaba en Malmasion diciendo: “la primera esposa no hizo derramar una sola lágrima al Emperador”.
Pero Napoleón Bonaparte –por supuesto- es más, muchísimo más que sus correrías románticas. Más allá de su genio militar es también el gran gestor del occidente de nuestros días con la implantación de radicales reformas en el resto de Europa, la dación del Código Civil Napoleónico, base de casi todas las legislaciones occidentales y la instauración de los sistemas administrativo, judicial y educativo que son en esencia hoy en día los mismos que se instauraron durante su mandato. En lo personal, Napoleón me deslumbró en sus impactantes comentarios a “El Príncipe” de Maquiavelo y los rasgos que trascienden hasta nuestros días de una personalidad deslumbrante, una fuerza de la naturaleza que llegó a tener al mundo entero bajo su mando y a crear su propia dinastía. También por su nobleza, derrotado en Waterloo no huyó a América como le sugerían ni se rebajó a una vida de fugitivo sino que se entregó a sus más acérrimos enemigos, los ingleses.
Por eso aquel frío mediodía primaveral en París di un brinco de gusto al ver en el mapa ese que era nuestra Biblia que allí, a una pocas cuadras de la torre Eiffel, cruzando el Campo de Marte, se encontraba el Hospital – Museo Les Invalides, creado por el mismo Napoleón para atender a los heridos de sus campañas militares y espectacular mausoleo ahora del petit general. Teníamos que dirigirnos allí de inmediato.
“Ni hablar”, dijo mi hermano Lucho moviendo la cabeza. Y tenía sus razones: antes de salir de nuestro hotel en la rue Lafayette habíamos preparado muy detallada y puntualmente nuestro itinerario: ya habíamos hecho por dos horas el famoso recorrido del Sena y almorzado en el restaurant Attitude 95, en el “segundo piso” de la torre Eiffel, ahora debíamos dirigirnos a los Campos Elíseos y por la espectacular y súper comercial avenida que corre paralela, llegar hasta el Arco del Triunfo. Él no lo decía, claro, pero el fin que lo animaba a llegar prontamente allí era recorrer las muchísimas perfumerías que sin duda encontraría y seguir preguntando por su fastidioso perfume de marca Chopard como ya lo había hecho por medio Paris sin suerte. ¡Aquel perfume! Habíamos llegado inclusive a la elegantísima sede principal de la afamada joyería – perfumería Chopard en la plaza Vendome, junto al Ritz de Paris (desde donde huyó por última vez de los papparazzis la Princesa Diana) y nada. No había perfumería donde no entrara ni dependiente a quien no preguntara mi hermano por toda la Ciudad Luz y no dábamos con su perfume.
¡Pero teníamos que ver al Emperador! Muchas razones argüí (sobretodo de corte locomotriz en busca de perfumes) y la condición de pagar las entradas … y allá nos fuimos.
Todo valió ese momento: tras bajar unas escaleras circulares allí estaba, bajo luces perfectamente cruzadas la inmensa urna laqueada, como un gigantesco cofre, que había visto tantas veces en fotos y que contenía las cenizas del Emperador, del petit general, del corso genial, repatriadas a Francia en 1840. Ahí el hombre que había increpado a sus generales: “¿Imposible? ¿Qué es eso? ¡Eso no es francés!” El auto – coronado Emperador de Francia.
-¿Y gordito, nos vamos? – la mano de Lucho sobre el hombro. Los campos elíseos. Cientos de perfumerías. El fastidioso perfume de Chopard.
-Espérate, pues compadre … ¿no ves que estoy hablando con el Emperador?
1 comentario:
...Que buenos recuerdos gordito. Ya van a ser 3 años de aquel viaje, y de los 10 días más felices de mi vida, de hecho que estos 3 en que anduvimos juntos, con mapa en mano, caminando por las calles de viejo París,están de cajón. Bien dicen que la felicidad radica en los recuerdos. Buen post gordito como siempre...
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