domingo, 23 de marzo de 2008

Arroz con chancho

Tengo un amigo … o perdón, esa es una categoría temeraria en este caso … así que recomenzaré diciendo: conozco a una persona -a quien identificaré en adelante como “J”- protagonista de una historia que suelo contar como ejemplo de como entienden algunos “la amistad”

Pues bien, para entrar en tema diremos que ya la pasaba mal “J” cuando ocurrió la anécdota que nos ocupa. Mal económicamente, diría él: sin oficio que desempeñar ni beneficio que disfrutar iba dando tumbos por la vida prendiéndose de cualquier cachuelo que le permitiera salvar el día. Pero si le iba mal económicamente aquello no desesperaba al buen “J”: “en cambio me va muy bien ‘socialmente’” decía con la voz de elefantito estreñido que le adorna, y con eso se refería al triste papel de ‘animador de borracheras’ “finas” que tenía como ocupación principal: esponja humana del conocimiento ajeno, chismoso de primera, maletero de temer, se ganaba la “huasca” contando a sus “amigos” (el grupo de empresarios que lo “contrataba” como payaso) las cosas que no sabía, los chistes que con aplicación memorizaba, la desgracia real o inventada (pero con seguridad aumentada) de la honra ajena. Y era un vacilón su vida, se decía, gozando de lo lindo con sus “amigos” .

Bueno, pues, dice el tango que “contra el destino nadie la talla” y siguiendo las vicisitudes de la vida le cupo a “J” hacerse de una obligación mayor. Sí, señores, el buen “J” se casaba. Y se casó. Y tuvo un hijo. Los memoriosos recuerdan que en las noches que siguieron contó un millón de chistes, aprendió e intercaló en sus conversaciones las últimas técnicas de submarinismo y lo más reciente del mundo financiero, disertó sobre física cuántica, la papisa Juana y el ‘equilibrio de Nash’, dio, allí ante el corro de sus “amigos” que rodeaban whiskys, gines y vodkas, discursos magistrales sobre literatura escandinava, los mundiales de fútbol y lo ultimito de la política internacional … pero nada: la satisfacción que le daba el entretener a sus “amigos” en esas noches tan ricamente rociadas sólo duraban eso, aquel momento. La sonrisa de “J” se volvía una línea recta en su cara al volver a casa, al volver a ver la mano estirada de su esposa, al escuchar nuevamente las palabras leche, pañales, almuerzo … ¡que no se vive del aire, haragán de mierda!

No tuvo, pues, más salida “J” que buscar trabajo, traicionando sus “principios”, como me confesó él mismo. Como “J” no era tonto recordó el viejo adagio que conoce muy bien el mongólico de la administración pública chimbotana: “El que tiene padrino se bautiza” , así que restregándose las manos acudió donde su ‘patazazaza’, “R”, el hijo de un muy importante armador pesquero que le daría trabajo sí o sí … ¿No habían compartido tantas noches de tertulia juntos? ¿No era su pata del alma?.

El aire acondicionado tan frío hizo carraspear a “J” más que los nervios y allí, delante de un capuchino con su chocolatito más que le trajo una secretaria bellísima le contó a “R” que estaba jodido, hermano, que lo ayudara, que le diera una chambita, que iba a ser su hombre de confianza, sus ojos.

“R” miró seriamente esta vez a “J”, sacudió la cabeza y su mirada se llenó de una lástima insondable, de un cansancio anterior a los tiempos. Suspiró y por fin habló:

-“J” … “Jotita” …. ¿Cómo me puedes pedir eso? –dijo y de pronto la indolencia se volvió maldad:- ¡Yo no te puedo dar trabajo!: ¡Nosotros somos amigos! –y agregó desde la ruma de sus millones al pobre “J” que no tenía donde caerse muerto:- ¡NOSOTROS TENEMOS QUE CRECER JUNTOS!- sonriendo ahora, feliz, generoso.

“J”, que todavía no había almorzado, se quedó de una pieza, pasmado ante tal revelación… Y ante lo que cualquiera hubiera optado por una dignísima retirada con mentada de madre incluida, él opto por ponerse de pie y estirar los brazos suplicando un abrazo, llorando casi. Gracias, gracias, hermano: no lo había visto así ¡Por eso era su pata del alma, por eso lo quería tanto, caray!.

Y desde entonces esa ha sido la última vez que “J” ha molestado a sus importantes “amigos” con temas tan pedestres y simplones como la ayuda, el apoyo y la solidaridad. Y allí va él, a salto de mata, haciendo magia para alimentar a su familia … sin descuidar a sus adorados “amigos”, esperando con expectativa la llegada de sus cumpleaños y la de sus hijos para pedir un préstamo y esmerarse con un regalo… total para eso nos tiene a sus “menos” amigos (me incluyo). Y ya vendrá su gran momento, piensa entusiasmado, arrinconado en una esquina de esa fiesta a la que le han permitido ir para contar algunos chistes y los últimos chismes, ya encontrará su lámpara maravillosa y “crecerá” a la altura de sus “amigos”, sueña: Bárbara Eden brotando de una botella de chela. Cualquier rato, gordito.

sábado, 22 de marzo de 2008

The last days of pisco

El título, por supuesto, es un guiño a la película “The last days of Disco”, que protagonizan las muy apetecibles Kate Beckinsale y Chloe Sevigny, y no pretende preludiar alguna perorata en contra del excelente momento por el que pasa nuestra deliciosa bebida de bandera. El título, querido lector, quiere más bien dar pie, en esta página de confidencias e infidencias, a la historia de un amor breve pero tormentoso entre este pechito y el mejor fruto de las vides.

Antes que nada debo decir que no fueron fáciles nuestros primeros encuentros: primero debimos quitarnos de la boca el sarro del licor ese que preparan don Alfredito Mayorga y otros afanosos allá por tierras morinas. Tuvimos que aprender que existían uvas pisqueras y otras que no lo eran, y tuvimos que –deliciosamente- descubrir sus variedades de puro, italia, acholado y mosto verde … y porqué a los tres primeros –“bombas” mediante- se les conoce como caballero, señorito y mechador. Y descubrimos que con el Pisco podían prepararse delicias como el Pisco – Sour o la Algarrobina … pero siempre nos pareció un sacrilegio eso de mezclarlo, y lo disfrutábamos puro en nuestros sabatinos “acholamientos”, con más arrobos y pasión que cualquiera.

Y así estuve, perdido primero entre Queirolos y Ocucajes, y totalmente deslumbrado luego con los Gran Cruz, Tres Generaciones y la maravilla de los Viejo Tonel, feliz como una lombriz. … hasta que un día (un aciago día) descubrí que una impertinente somnolencia me empezaba a acechar en lo mejor de los brindis, y que el pescuezo se me iba tercamente a un lado sin que pudiera hacer nada para evitarlo … y que ahí sí se me terminaba la noche, prematura y vergonzosamente. Entonces caí en cuenta que el brío de sus 43 grados, como una amante fogosa, estaban arrasando conmigo, y ya fuera por edad, carga laboral o lo que fuera, “la quebranta” quebrantaba en exceso mi cuerpo y alma, a diferencia del grupo de amigos, y me exponía a penosos espectáculos fuera de tiempo y lugar.

Así, tratando de “no perder el paso”, caí primero (¡maldita herejía!) en la hipocresía de la Ginger Ale (el famoso ‘Chilcanito’), traté de dosificar las dosis … e inclusive me obligué a una lucidez a ultranza que me hacía abrir los ojos como alucinado … pero ¡nada! Ya estaba cantado nuestro adios, que dejo sentado en estas páginas, así como mi humilde retorno a los 4 grados de la inocua y refrescante “chelita”.

Y sin embargo, algo me dice que no este un adiós definitivo, y que quizás algún domingo durante el almuerzo o talvez en alguna cena con los amigos, volveré furtivamente a mi riquísimo pisco, subrepticiamente y con máximos cuidados, como quien torna a las puertas de algún amor prohibido cuyas delicias jamás se podrán olvidar.

jueves, 20 de marzo de 2008

¡Ah, Condes de Lemos!

(O de cómo el autor dándoselas de Rilke, Sábato o Vargas Llosa responde un cariñoso E-Mail)

Yo sí creo que Abraham Valdelomar remató su famosa frase de “El Perú es Lima, Lima es el Jirón de la Unión y el Jirón de la Unión es el Palais Concert” con el rimbombante “Y el Palais Concert soy Yo”. Y por supuesto que me hubiera encantdo verlo entonces, escandalizando la ciudad con su monóculo, sus escarpines y su camisa amarilla, besando sus manos, diciendo eso de «Beso estas manos, que han escrito cosas tan bellas». Es que nadie como él, como Val-del-Omar, el "Conde de Lemos", pudo encarnar a plenitud su idea de despertar a los “espíritus dormidos” jugando con la pacata sociedad limeña de esos tiempos interpretando el personaje que se creo a la medida: el del ‘dandy’ criollo, nuestro Wilde de acá. Ya decía él en su entrevista a José Ingenieros: «Se desvive por hacernos “pose”, ignorando que yo puedo darle lecciones maestras de este mi difícil arte predilecto». Y es que "El Conde" puso en ello la enorme genialidad que le desbordaba ¡Y en tantos campos!. Decía Ribeyro en su ‘Prosa Apátrida’, ‘El Vuelo del poeta’ (parafraseando el título de uno de los cuentos más celebrados de Valdelomar: ’El vuelo de los cóndores’): “Había escrito los cuentos más hermosos del Perú, algunos versos inmortales, novelas audacísimas para su tiempo, piezas de teatro, ensayos y crónicas de una gracia inimitable". Hoy, cuando el Palais Concert no es sino el segundo piso de una aburrida tienda de camisas en la esquina de Jirón de la Unión y Cuzco y todas las poses quedaron atrás, su obra, aunque dispersa, es de lo más glorioso de la literatura peruana. Abraham Valdelomar no sólo fue el primer escritor “profesional” del Perú, el primero en vivir sólo de su pluma, fue el gestor también de la llamada generación ‘Colónida’, por la revista que dirigió y que cambió para siempre la literatura peruana en sus únicos cuatro números. Y tuvo una vida activísima, jamás se escondió el Conde en su castillo: fue Billinghurista militante y marchante, activo agitador universitario, deslumbrante cronista parlamentario y director del Diario “El Peruano”. Y junto a su ‘Snobismo’ vivió paradójicamente su provincianismo como nadie y fue hijo predilecto de su amada Ica y diputado por su departamento.

Y sin embargo (o quizás por eso mismo), nuestro Conde de Lemos sufrió el ataque permanente de los envidiosos e incapaces: “fue zaherido por el concierto destemplado de los mediocres porque —como en los teatros— en la vida se paga por la diferencia” (1) dando pie a “la inquina enemiga, que él alimentó con su inocente desplante, motivando el ensañamiento” (2). “Zambo caucato” le llamaban y denigraban por su origen. “No me perdonan a mí, el gesto altivo y orgulloso, la lógica armonía entre el sueño y la acción, la protesta sonora, por un convencimiento sincero, de la excelencia de nuestra obra literaria”, decía sin falsa modestia en su ‘Exégesis Estética’. Y escribió a un amigo: “Antes de mí, jamás se ocupó el público con mayor vehemencia, ni se discutió tanto, ni se atacó y defendió a escritor alguno”.

Tal estado de cosas, llegó a su punto máximo con motivo de la temprana muerte del autor, a sus ¡apenas 31 años!, un 3 de Noviembre, como hoy que escribo este artículo, hace ya 87 años, en Ayacucho, sede del Congreso Regional del Centro donde había llegado como diputado por Ica. Invitado a una comida de gala, sufrió una aparatosa caída desde un segundo piso al trasponer una puerta a ninguna parte, destrozándose la espina dorsal. (¡¿Cómo no recordar a Miss Orquídea?!) Falleció 2 días después, y según un telegrama enviado al diario ‘La Prensa’ “muriendo 2 y 35 día 3 (en la tarde). Autopsia reveló lesión medular grave, vertebral destruída, dos costillas quebradas, muerte producida pulmonía doble consecuencia, golpe terrible espaldas.” No contentos con esto sus enemigos, incapaces, cobardes, inventaron la infamia que el autor había caído ¡a un silo!, ¡a un pozo ciego!, nuestro ‘Dandy’ ahogado en caca. “¡qué placer para los prestos desagües del comentario zurdo el fino y atildado Valdelomar, el Conde de Lemos, en un silo!” protestaba por la calumnia Manuel Miguel de Priego en 1959 (2). Y sin embargo, por más mala leche e infundios, nada mancha al Conde de Lemos. Abraham Valdelomar esta hoy más vivo que nunca, el ‘Caballero Carmelo’, el ‘Hipocampo de oro’ y ‘Hebaristo, el sauce que murió de amor’, reinan hace tiempo en la conciencia colectiva nacional y los hermosos versos de ‘Tristitia’, que hace unos meses nada más repasaba con mi hijo de 9 años, constituyen “el poema” casi obligado en todas las escuelas primarias.

Por eso, amigo 'Poeta', que tan cariñosa carta me escribe, le presento este hermoso espejo en que mirarse. En estos días de egoísmo e indolencia, en que nos dicen que hay que ser ignorante e incapaz de ponerse en el lugar del otro para ser ‘prácticos’ o ‘ejecutivos’, y donde nos refriegan su vomitivo modelo de “éxito” en una sociedad como la nuestra en la que descarados delincuentes se presentan codo a codo, sonrientes, como nuestros “lideres empresariales”, y en la que un alma sensible y creadora es casi risible, apueste usted a su espíritu noble y creador, que no hay mayor libertad que la que da el cultivar la mente y el corazón, que finalmente nos lleva a un entendimiento cabal de nuestro mundo y nuestras pulsiones; ni peor esclavitud que la que dan la animalización y la ignorancia, que nos vuelven pobres diablos víctimas de cualquier baja pasión, y a los que ningún bien material da ningún lustre.

Así que, aunque no vea muy seguidos por estos días los billetes esos donde aparece reluciente "El Conde de Lemos", y alguna hermosa cabecita hueca haya rechazado su alma y corazón hechos poema frente al atorrante oropel de algún zopenco… rehágase, 'Poeta', y siguiendo el consejo del maestro ‘Macca’, ‘take a sad song and make it better’ y siga entregándonos los tesoros de su hermoso corazón y salga, salga con tizas de colores a pintar nubes de ilusión… porque esto, oiga, esto no es un privilegio, es un Don … y los Dones se comparten, 'Poeta' … aunque nadie nos devuelva el pedazo de corazón que se nos va con ellos.

(1)= Artículo “¡MANOS TAN BELLAS!” Por Víctor Hurtado Oviedo.
(2)= Manuel Miguel de Priego. En Cultura Peruana (Revista Mensual Ilustrada). Año XIX. Lima, junio de 1959. Vol. XIX, N° 132.

Napoleón Chopard

Mal día el de ayer para Martincito. Como el Enola Gay en la canción de O.M.D., de veras “should’ve stayed at home yesterday”, no para no tirar una bomba sobre Hiroshima sino para no “tirarme” una “bombaza”, una de esas “chiquitas” que se vuelven grandotas y que por lo inoportunas y desbandadas terminan malográndonos hasta el día siguiente. Por eso hoy nos hemos quedado en casa, frente a la computadora para variar: releyendo artículos, trascribiendo notas, desenterrando archivos: una docena por lo menos de prosas apátridas ribeyranas, decenas de amagos de “apuntes” (esa especie de bonus track de mi e-book, mi libro electrónico de cuentos que no tiene cuando volverse negro sobre blanco, papel y tinta), y, entre tanta cosa, las cartas de Napoleón: las sentidas, amorosas, amargas y preciosas cartas que desde el frente de batalla enviaba le petit general a doña Josefa de Beauharnais, la Emperatriz Josefina.

A esta altura de la historia mucho es lo que se sabe de la tortuosa y singular relación que mantuvo el corso genial con la alegre y libertina viuda, seis años mayor que él y madre de dos niños, de la cual se prendó y desposó al poco tiempo de conocerla. Muchos se burlaron de él por "pagar por lo que todos obtenían gratis" casándose con ella. Sin embargo el arribista militar provinciano usó muy en su favor su matrimonio con la aburguesada viuda venida a menos al conseguir –por influencia de uno de los ex - amantes de ésta- su nombramiento como general en jefe del ejercito de los Alpes y emprender así su descollante carrera de éxitos militares.

“No le amo, en absoluto; por el contrario, le detesto, -reclama en una de sus cartas Monsieur Bonaparte a doña Josefina- usted es una sin importancia, desgarbada, tonta Cenicienta. Usted nunca me escribe; usted no ama a su propio marido; usted sabe qué placeres las letras le dan, pero ¡aun así usted no le ha escrito seis líneas, informales, a las corridas!

¿Qué usted hace todo el día, señora? ¿Cuál es el asunto tan importante que no le deja tiempo para escribir a su amante devoto? ¿Qué afecto sofoca y pone a un lado el amor, el amor tierno y constante amor que usted le prometió? ¿De qué clase maravillosa puede ser, qué nuevo amante reina sobre sus días, y evita darle cualquier atención a su marido? ¡Josefina, tenga cuidado! Una placentera noche, las puertas se abrirán de par en par y allí estaré. (…)Espero dentro de poco tiempo estrujarla entre mis brazos y cubrirla con un millón de besos debajo del ecuador.”

Tal era el amor que profesaba Napoleón a Josefina. Y sin embargo esto no fue óbice para que ella le engañara repetidamente y con varios amantes (como quedó demostrado en las cartas que interceptaron y publicaron diarios ingleses para vergüenza del Emperador). Tampoco para que Napoleón hiciera lo mismo, ni para que años después solicitara el divorcio a Josefina -en una movida que tuvo mucho de política- para casarse con la jovencísima y casta Maria Luisa de Habsburgo (“de Austria” dirían los españoles), emparentándose así el plebeyo militar revolucionario con una de las más tradicionales casas reales europeas. Dicen que en aquella oportunidad Napoleón salió a las afueras de Paris a esperar a su bellísima segunda esposa a quien embarazó casi de inmediato, consiguiendo el heredero que tanto había reclamado a Josefina. Lo que son las cosas, Maria Luisa sin embargo no quiso acompañar al Emperador a sus destierros en Elba y Santa Elena, mientras Josefina agonizaba en Malmasion diciendo: “la primera esposa no hizo derramar una sola lágrima al Emperador”.

Pero Napoleón Bonaparte –por supuesto- es más, muchísimo más que sus correrías románticas. Más allá de su genio militar es también el gran gestor del occidente de nuestros días con la implantación de radicales reformas en el resto de Europa, la dación del Código Civil Napoleónico, base de casi todas las legislaciones occidentales y la instauración de los sistemas administrativo, judicial y educativo que son en esencia hoy en día los mismos que se instauraron durante su mandato. En lo personal, Napoleón me deslumbró en sus impactantes comentarios a “El Príncipe” de Maquiavelo y los rasgos que trascienden hasta nuestros días de una personalidad deslumbrante, una fuerza de la naturaleza que llegó a tener al mundo entero bajo su mando y a crear su propia dinastía. También por su nobleza, derrotado en Waterloo no huyó a América como le sugerían ni se rebajó a una vida de fugitivo sino que se entregó a sus más acérrimos enemigos, los ingleses.

Por eso aquel frío mediodía primaveral en París di un brinco de gusto al ver en el mapa ese que era nuestra Biblia que allí, a una pocas cuadras de la torre Eiffel, cruzando el Campo de Marte, se encontraba el Hospital – Museo Les Invalides, creado por el mismo Napoleón para atender a los heridos de sus campañas militares y espectacular mausoleo ahora del petit general. Teníamos que dirigirnos allí de inmediato.

“Ni hablar”, dijo mi hermano Lucho moviendo la cabeza. Y tenía sus razones: antes de salir de nuestro hotel en la rue Lafayette habíamos preparado muy detallada y puntualmente nuestro itinerario: ya habíamos hecho por dos horas el famoso recorrido del Sena y almorzado en el restaurant Attitude 95, en el “segundo piso” de la torre Eiffel, ahora debíamos dirigirnos a los Campos Elíseos y por la espectacular y súper comercial avenida que corre paralela, llegar hasta el Arco del Triunfo. Él no lo decía, claro, pero el fin que lo animaba a llegar prontamente allí era recorrer las muchísimas perfumerías que sin duda encontraría y seguir preguntando por su fastidioso perfume de marca Chopard como ya lo había hecho por medio Paris sin suerte. ¡Aquel perfume! Habíamos llegado inclusive a la elegantísima sede principal de la afamada joyería – perfumería Chopard en la plaza Vendome, junto al Ritz de Paris (desde donde huyó por última vez de los papparazzis la Princesa Diana) y nada. No había perfumería donde no entrara ni dependiente a quien no preguntara mi hermano por toda la Ciudad Luz y no dábamos con su perfume.

¡Pero teníamos que ver al Emperador! Muchas razones argüí (sobretodo de corte locomotriz en busca de perfumes) y la condición de pagar las entradas … y allá nos fuimos.

Todo valió ese momento: tras bajar unas escaleras circulares allí estaba, bajo luces perfectamente cruzadas la inmensa urna laqueada, como un gigantesco cofre, que había visto tantas veces en fotos y que contenía las cenizas del Emperador, del petit general, del corso genial, repatriadas a Francia en 1840. Ahí el hombre que había increpado a sus generales: “¿Imposible? ¿Qué es eso? ¡Eso no es francés!” El auto – coronado Emperador de Francia.

-¿Y gordito, nos vamos? – la mano de Lucho sobre el hombro. Los campos elíseos. Cientos de perfumerías. El fastidioso perfume de Chopard.

-Espérate, pues compadre … ¿no ves que estoy hablando con el Emperador?

miércoles, 19 de marzo de 2008

El día que Martín Conoció a Baby Schiaffino

Para Don Alfredo, en esta olvidable hora


La penúltima vez que la vi tuvimos una discusión. Una más. Otra de esas horribles discusiones en que se había convertido nuestra amistad. “¡Y para que mierda quiero yo esto, huevón!” me gritó, tirándome a la cara el cd donde le había llevado –emocionado- el e-book de ‘Humillados y Ofendidos’ de Dostoyevsky que acababa de bajar de internet. Pero ya no era ella. Mechones castaños sucios escondían su rostro bellísimo y un olor a vodka y sustancias raras endurecían sus palabras. No, ya no era ella. Ana María Schiaffino, según su flamante DNI, “Baby” según todo el mundo. Y según su bellísimo rostro angelical y sus comerciales de shampoo para niños.

Así la conocí precisamente. “Mira, mira, ahí va la ‘Chica del shampoo’”, me dijo Enrique babeando detrás de sus anteojos enormes la primera vez que la ví: abriéndose paso por la ‘avenida principal’ de la ‘Católica’, sonriendo, el pelo recogido, bella, bella la carita de ángel, blanquísima bajo el sol implacable y los lentes de sol.

-“¡Ah, pero …! ¿Dónde has conseguido ese libro?. ¡No hay más copias en la biblioteca y ya me recorrí todas las librerías de Lima y nada!” – Me regaló su voz sanisidrina un viernes por la tarde en la rotonda de letras mientras releía yo el ‘Informe Sobre Ciegos’ de ‘Sobre Héroes y Tumbas’. Para entonces ya sabía yo que entre otros cursos de ‘cachimbos’ compartíamos el de Lengua1, donde nos habían dejado como asignación la lectura de la novela de Sábato. Le contesté como pude que el libro lo tenía ya hacía algún tiempo, que ya lo había leído y que si quería se lo prestaba. Ella se opuso: no podía perjudicarme así. Si yo aceptaba podíamos revisar el libro juntos y apoyarnos y resolver juntos también la práctica. Podríamos reunirnos hoy mismo en su casa. Claro, perfecto, perfecto.

Y así conocí a Baby. Y así empezamos una amistad entrañable y como ninguna otra que yo haya tenido. Y no sólo leímos ‘Sobre Héroes y Tumbas’, sino también ‘El Túnel’ y ‘Abbadón, el exterminador’, las otras dos novelas de Ernesto Sábato. Y no sólo éstas: recuerdo que nos íbamos a la cafetería de artes (buenazos los ‘triples’) o al “ruso” de ciencias, y comiendo las tortas de chocolates riquísimas haber dado cuenta de “La palabra del mudo” completita (ella lloró con ‘Silvio en el rosedal’ y ‘La juventud en la otra ribera’), buena parte de las ‘Obras Completas’ de García Márquez (que editó su sello ‘Oveja Negra’) y también de las de Borges, contenidas en un libro verde inmenso que me trajo mi padre de la Argentina. Demás está decirles que despertaba la envidia de quienes me veían junto a esa chica bellísima yendo a todos lados. Y demás –creo- está decirles que para entonces estaba yo perdidamente enamorado de Baby Schiaffino.

Un libro impactó especialmente a Baby de todos los que leímos por esos días: ‘Humillados y Ofendidos’ de Dostoyevsky. Recuerdo como sufría en carne propia la pobre las penas de amor que le infligía a Natasha su adorado y egoísta conde Valkonski … y el devoto y resignado amor que le profesaba en cambio el buen Vania. “Ay, Martín … - me abrazaba - ¡Qué pena! ¿Tú podrías querer a alguien así?”

Algún tiempo después, cuando tomamos los cursos de especialización en Comunicaciones, otra asignación universitaria volvió a marcar nuestro camino: debíamos cubrir a modo de reportaje televisivo algún tema de nuestra elección. Hacía poco había leído una nota en ‘Caretas’ sobre la delincuencia en los bajos fondos del Callao y me pareció interesante proponerlo. Tremendo error. Con la ayuda de un amigo periodista, que nos guiaba y empuñando yo la cámara de Baby (que fungía de Reportera) llegamos a la zona de Ruggia y los Barracones. Apenas habíamos hecho un par de ‘tomas’ cuando un puñado de mal vivientes nos rodeó. Los encabezaba un moreno de ojos chispeantes como de nuestra edad. Era el ‘negro calín’, una especie de príncipe veinteañero de aquellas zonas de terror. Hoy sé que a su corta edad era uno de los principales distribuidores de droga de la zona y reputado proxeneta, que a la voz de “no hay hembra imposible, sino mal trabajada” imponía su ley. Se propuso ayudarnos y nos hizo una especie de ‘city tour’ por la zona. Pero en realidad sólo parecía interesado en Baby. Tres días nos tomó filmar el bendito reportaje. Al tercer día por la noche me llamó Baby alarmada: “¡No sabes quien me ha llamado!¡’Calín’!¡Que quiere conversar conmigo sobre no sé que!¡Que confianzudo!¿Qué se habrá creido?” Sí, pues. Todo sonaba medio irreal y no le di importancia. Sin embargo cuando unos días después volví a ver a Baby, ella se refería a ‘Calín’ llamándolo ‘el negro’, y un tiempo después me contó abiertamente que estaba saliendo con él.

Al principio pensé que era una tonta actitud contestataria de niña rica queriendo conocer el otro lado de la vida, pero aquello fue tomando un cariz terrible: a tono con la vida desenfrenada del ‘negro Calín’ empezaron sus desapariciones durante toda la noche y sus padres comenzaron a prohibirle las salidas y consecuentemente ella buscaba cualquier pretexto para escaparse. Empezó a beber y yo empecé a pegarme a ella … a ellos y a convertirme en una especie de chaperón de Baby Schiaffino. Inútil. Los acompañaba durante toda la noche a los lugares más inverosímiles y trataba de defenderla del lugar, de las porquerías que ingería, del maltrato del patán ese, de salvar lo que quedaba en ella de bueno. Muchas veces me lié a golpes con ‘Calín’: cuando la golpeaba, cuando la insultaba, cuando me echaba de los lugares y yo pretendía seguir allí, terco ... Cuando en mi borrachera le suplicaba a Baby irnos y le cantaba en el oido ‘An everlasting love’ de Andy Gibb y un puñetazo de ‘Calín’ me separaba de su lado y se perdían en la noche. “¿Qué tanta huevada, cojudo? ¡Bien que querrías tirarte también a la gringuita!” –Me dijo una vez ‘Calín’. Talvez tenía razón. Pero yo no quería hacerle daño a Baby.

Por aquellos días me ofrecieron practicar en un canal de televisión como redactor de noticias y ayudante del camarógrafo ‘si la comisión lo ameritaba’. Por aquellos días también ocurrió el incidente del Cd y terminé perdiendo contacto con Baby Schiaffino, ya hundida totalmente en el mundo infernal de ‘Calín’ al cual no me dejaban acercarme. Entonces me enfrasqué totalmente en mi trabajo procurando olvidarme de ella. Y a punto estuve de lograrlo ... de no ser por algún viernes por la tarde cuando nos íbamos con los muchachos a la fonda a la vuelta del canal a tomarnos unas cervezas y yo me quedaba en silencio y una lágrima tonta me mojaba la cara. Pero no, no. Yo me la secaba y a otra cosa mariposa porque definitivamente yo tenía como los boxeadores “esa gran capacidad”

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La última vez que vi a Baby Schiaffino estaba tirada en el piso de tierra del antro ese mientras policías y fumones corrían junto a nosotros y los gritos y los tiros al aire lo entreveraban todo. Una bala perdida acababa de destruir lo poco que quedaba de sus pulmones. Raro espectáculo el nuestro en medio de aquel infierno: Yo de rodillas, vistiendo mi escandaloso chaleco de prensa, abrazando a la bellísima y andrajosa niña que se moría en mis brazos. Alguien me contó luego que Baby ya “vivía” prácticamente allí, en el ‘Fuerte Apache’, haciendo no sé que cosas terribles para agenciarse drogas. Había tocado fondo. Había caído demasiado bajo, incluso para el hijo de puta de ‘Calín’ que ya la había abandonado. Maldije ese momento y me maldije a mi mismo por estúpido, porque ni aún allí podía sacarme de la cabeza las citas, las frases hechas. ¡Las palabras, siempre las palabras!... Es que sabía que ella no podía ya decirme nada, sabía que se moría, que se enturbiaba para siempre el celeste de sus ojos… Y sin embargo a través de mis lágrimas, mientras limpiaba inútilmente su carita de ángel, creí ver por un segundo titilar una luz en el cielo de su mirada vacía y sus labios finitos moverse para decirme como Natasha a Vania al final de ‘Humillados y Ofendidos’: “¡Martín, que felices hubiéramos podido ser juntos!”